sábado, 7 de enero de 2012

LAS CIUDADES INDIGENAS: ¿ECOSISTEMAS FALLIDOS?

Luis Vitale: Hacia una historia del ambiente en América Latina

En numerosos pueblos agroalfareros latinoamericanos comenzaron a surgir aldeas y ciudades, algunas de las cuales llegaron a tener más de 100.000 habitantes, como Teotihuacán, iniciado el proceso de revolución urbana en nuestro continente.
El tratamiento de esta problemática nos conduce a varias reflexiones: ¿qué diferencia había entre estas ciudades aborígenes y las ciudades que surgieron durante la época colonial y republicana? ¿qué repercusión produjeron en el ambiente? ¿qué diferencia existió entre las consecuencias ambientales producidas por las ciudades indígenas y las actuales? ¿pueden las ciudades aborígenes ser consideradas como ecosistemas?

La mayoría de los ecólogos estima que las ciudades no constituyen ecosistemas porque, básicamente, no tienen autarquía no se autorregulan y dependen de flujos de energía ajenos. En ese sentido, las ciudades serían ecosistemas artificiales o fallidos.48
Eugene Odum señala que la ciudad es un ecosistema heterotrófico, que depende de grandes insumos de flujo energético, proveniente de fuentes externas; agrega, como elemento fundamental, que la energía de la ciudad es impulsada por combustibles, no por energía solar. ¿Es esto efectivo para todas las ciudades?
A nuestro juicio, las ciudades indígenas no tenían un alto grado de consumo energético ni eran un conglomerado importador de energía. En cada ciudad aborigen había muchos árboles, plantas, pastos, lagunas, arroyos y otros componentes autotróficos que proporcionaban energía propia. La ciudad indígena tenía entrada y salida propia de energía. Este tipo de ciudad constituía una unidad indisoluble con el campo. La mayoría de los habitantes de la urbe estaba dedicada a tareas agrícolas. Los indígenas se autoabastecían; no tenían necesidad de importar los alimentos esenciales, como deben hacerlo las ciudades modernas. El consumo de agua era elevado, como consecuencia del regadío artificial, pero las ciudades aborígenes, a diferencia de las actuales, no tenían salida de agua contaminada ni desechos imposibles de reciclar. En síntesis, nos atrevemos a caracterizar la ciudad indígena como un ecosistema, con autarquía energética propia.
Las ciudades de los pueblos agroalfareros nunca dejaron de estar estrechamente relacionadas con el campo. Eran ciudades agrarias, si se nos permite la definición. El hecho de que las ciudades fueran el lugar de depósito de la producción agraria muestra la íntima conexión entre la ciudad y el campo. En Huánuco Pampa, ciudad del imperio incaico, “las 500 qollqa de ese centro administrativo sugieren patrones de abastecimiento y organización”.49 Qollqa significa en quechua construcción destinada a depósitos de bienes varios y víveres. En los centros administrativos o tampu, del imperio incaico, se guardaban los alimentos para consumo interno. En uno de ellos, Cotopachi, había 2.400 qollqa con capacidad para 4.800 toneladas de almacenamiento.

Si bien es cierto que en estas ciudades vivían artesanos, las investigaciones han demostrado que la mayoría de los habitantes urbanos trabajaban en labores agrícolas en los alrededores de la ciudad. En Teotihuacán, la ciudad precolombina más populosa, “la mayoría de la gente radicada en la ciudad cultivaba las tierras de los alrededores”.50 Inclusive, numerosos artesanos instalaban fuera de la ciudad ollerías, fábircas de ladrillos y hasta carnicerías. En las misiones jesuíticas de Paraguay se hacían en las afueras de la ciudad “galpones con hornos para quemar ladrillos y tejas que abastecen las obras del pueblo”.51
Las aldeas ciudades del imperio incásico eran el centro de la actividad comercial. Cada ciudad debía “abrir un mercado tres veces al mes”.52 A los mercados locales o ferias antiguas, los indígenas llevaban productos para intercambiarlos por otros que no producían. El intercambio se hacía con base en el trueque, operación que representa la primera conversión de valores de uso en mercancías. En las misiones jesuíticas de Paraguay, estos centros comerciales se llamaban tambos, en los que había viviendas para los mercaderes y se almacenaban los productos.

En general, la actividad comercial era escasa. “En la misma ciudad del Cuzco había un pequeño mercado limitado al intercambio de productos locales y regionales. Este desarrollo limitado del comercio no se debió sólo al hecho de que el Estado tratara de monopolizar el reparto de bienes procedentes de otras regiones del Imperio y de bienes elaborados por artesanos. También se debió a lo que John Murra calificó como integración vertical. Esta era una tendencia mucho más antigua que el imperio incaico, empleada por grupos que vivían en una zona ecológica determinada para conseguir tierras en otra zona ecológica, frecuentemente muy distante de su zona de residencia y separada de ella por territorios que no controlaban. De esta manera lograban cierta autarquía y obtenían, sin necesidad de recurrir al comercio, materias primas que no producían en su misma zona. Así muchos habitantes del altiplano que cultivaban papas y criaban llamas obtenían maíz o algodón procedente de las zonas costeras.”53
Otras ciudades, como Lubaantún, de 50.000 habitantes, pertenecientes al imperio maya, eran el epicentro de un sistema regional de mercado: “De las montañas Mayas llegaba la roca metamórfica usada para hacer hachas de piedra, así como manos y metates, rodillos y artesas pétreos que se emplean para mole el maíz. De la costa del Caribe, situada a gran distancia en dirección opuesta, se traían conchas marinas usadas como adornos y el pescado y los mariscos.... De dos lugares de las tierras altas de Guatemala, identificados por Fred H. Stross, de la Universidad de California, se obtenía obsidiana, que puede escamarse en hojas de bordes muy afilados. También de las tierras altas llegaban metates con trípode hechos de lava. Del sur se traían plumas de gallo quetzal para el ornato de los gobernantes de Lubaantún, y de un yacimiento de las tierras altas aún sin localizar se extraía el jade usado en la confección de joyas.” 54
Teotihuacán fue la ciudad indígena latinoamericana más poblada. René Millon hace la siguiente apreciación: “Una estimación mía de la población de Teotihuacán durante su auge, la fija en alrededor de 120.000 personas. Por varias razones pienso ahora que este cálculo subestima la población de la ciudad, que habría llegado a 150.000 a 200.000 habitantes... Un porcentaje alto de la población de la ciudad parece haber trabajado en distintos tipos de oficios. No quisiera dar la impresión de que la mayoría de la población se dedicaba a trabajos artesanales, porque parece probable que la mayoría de la gente radicada en la ciudad cultivaba las tierras de los alrededores... En el reconocimiento que hice de la superficie de la ciudad antigua pude encontrar casi 600 talleres de distintas artesanías, la gran mayoría de los cuales se dedicaba a trabajos con obsidiana. Casi todos parecen haber estado en uso durante el auge de la ciudad. Además se encontraron unos 200 talleres artesanales, principalmente de cerámica. Existen restos de talleres donde se fabricaban o trabajaban figurillas de piedra, basalto, pizarra, concha y otros materiales... Teotihuacán tenía 20 km. cuadrados. Fue sede de un Estado poderoso que extendió su dominio sobre vastas áreas. Durante su apogeo, alrededor de 500 d.c. llegó a ser el centro más influyente en toda Mesoamérica. La ciudad residencial de Teotihuacán estaba compuesta por un recinto cuadrangular, con grandes muros exteriores en forma de talud y sin ventanas, dividido en departamentos de distintos tamaños, con un número variable de cuartos organizados alrededor de patios y sistemas de conductos embutidos en los mismos para desagües pluviales”.55

A los efectos de precisar la caracterización de estas ciudades indígenas como ecosistema, sería interesante hacer un estudio comparativo con las ciudades griegas y romanas, que tenían poblaciones inferiores a la nuestra Teotihuacán.
Esta investigación podría no sólo señalar las similitudes y diferencias entre las ciudades aborígenes latinoamericanas y las de los antiguos imperios del Viejo Mundo, sino también las diferencias ambientales entre Tebas, Babilonia, Alejandría, Atenas y Roma con las urbes modernas como Londres, París, Tokio y Nueva York. ¿Se trataría en todos los casos de ecosistemas fallidos y artificiales? o ¿existen matices importantes entre ellas en cuanto a las consecuencias ambientales que provocaron?
Nos permitimos adelantar provisoriamente la opinión de que no todas las ciudades fueron ecosistemas artificiales o fallidos. Los primeros asentamientos urbanos, producidos por la revolución urbana del neolítico tardío y las ciudades indígenas precolombinas fueron, a nuestro juicio, ecosistemas con autarquía energética propia. Habría que investigar en qué fase histórica comenzaron a convertirse en “heterotróficas”, en importadoras masivas de flujos energéticos. ¿Ese momento de transición está marcado por Atenas y Roma? ¿Qué grado de artificialidad hubo en el ecosistema urbano griego y romano?
Estas ciudades entraron en crisis a la caída del Imperio romano. La era medieval europea se caracterizó por una vida esencialmente rural. Cuando las ciudades reaparecieron en el horizonte europeo a partir del siglo XII, marcando la crisis del horizonte europeo a partir del siglo XII, marcando la crisis del feudalismo, los nuevo núcleos urbano mantenían aún una estrecha relación con el campo. El antagonismo campo-ciudad surgió con la Revolución Industrial y el desarrollo del sistema capitalista. Cabe entonces preguntarse ¿qué diferencia ecológica hubo entre las ciudades del siglo XIII, como Florencia, Barcelona, Brujas y Gante, con las posteriores ciudades del régimen capitalista? La misma pregunta podría formularse con relación a las ciudades latinoamericanas coloniales y republicanas. En síntesis, se trata de estudiar la ciudad en su proceso histórico para analizar en qué momento fue un ecosistema y cuándo dejó de serlo, para convertirse en un ecosistema artificial.
Este estudio comparativo podría clarificar sobre el papel no sólo pasado sino también futuro de las ciudades, en función de diseñar una estrategia de planificación ambiental.
Nuestra hipótesis es que no siempre las ciudades fueron ecosistemas artificiales, sino que en su origen eran sistemas con autarquía energética. Más tarde, hubo nucleamientos urbanos que expresaron una transición hacia ecosistemas fallidos. Finalmente, la sociedad industrial generó grandes ciudades, caracterizadas por algunos ecólogos como ecosistemas artificiales y, por otros, como la antítesis de un ecosistema.
Para los fines de una planificación ambiental, sería conveniente tomar en consideración estas fases del proceso histórico de las ciudades porque podrían esclarecer acerca de la posibilidad de planificar ciudades con un adecuado criterio científico ambiental. En este sentido, las ciudades aborígenes latinoamericanas, ya analizadas en el presente capítulo, constituyen un antecedente valioso que demuestra que no todas las ciudades han sido ecosistemas artificiales.

48 Eugene Odum, Ecología, México, CECSA, 1978, p. 60.
49 Graziano Gasparini y Luise Magolies, Arquitectura Inka, Caracas, Fac. de Arquitectura y Urbanismo de la UCV, 1977, p. 71.

50 René Millon, “Teotihuacán como centro de trasformación”, en J. Hardoy y R. Schaedel, Las ciudades de América Latina y sus áreas de influencia a través de la historia, Buenos Aires. Ed. SIAP, 1975, p. 33.
51 Ramón Gutiérrez, “Estructura urbana de las misiones jesuíticas del Paraguay”, en Hardoy y Schaedel, Asentamientos urbanos y organización socioproductiva en la historia de A. L., Buenos Aires, Ed. SIAP, 1977, p. 152.
52 Lous Baudin, La vida cotidiana en el tiempo de los últimos incas, Buenos Aires, Ed. Hachette, 1955, p. 293.
53 Friederich Katz, “Comparación entre algunos aspectos de la evolución del Cuzco y de Tenochtitlán”, en J. Hardoy y Schaedel, Las ciudades...., op. cit., p.34.
54 Norman Hammond, “La planificación de un centro ceremonial maya”, en Scientific American: La ciudad, Madrid, Ed. Blume, 1976, p. 87.

55 René Millón, op. cit., p. 21-22

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